Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (1)

Ilya Ehrenburg
Ilya EHRENBURG

Ilya Ehrenburg nació en Kiev en 1891 y murió en Moscú en 1967. De origen hebreo, participó en los movimientos revolucionarios de 1905 y fue encarcelado. Vivió en París de 1908 a 1917 y regresó a Rusia al iniciarse la Revolución de Octubre, trabajando en tareas educativas. En 1921 abandonó nuevamente su país y residió en Italia y Francia. Viajó por España en diferentes ocasiones. En 1960 obtuvo el Premio Lenin de la Paz.

Entre sus obras publicadas, destacan: "Las aventuras extraordinarias de Julio Jurenito" (1921), "El segundo día de la creación" (1933), "Aquello que ocurre al hombre" (1937), "La tormenta" (1947), "La conspiración de los iguales" (1974) y la presente "España, República de trabajadores". A partir de 1960, comenzó a publicar sus memorias con el título de "Gentes, años, vida".


España, República de Trabajadores


El persistente interés de Ilya Ehrenburg por la realidad social y cultural de España, se pone especialmente de manifiesto en estas páginas a la vez apasionadas y objetivas. Ehrenburg realizó durante los años claves de la República un metódico recorrido por las tierras de España, recogiendo todos aquellos datos de primera mano que podían servirle para articular una visión del país en sus más sintomáticas vertientes humanas y políticas, sociales y económicas. Las calas del escritor no aparecen nunca condicionadas por otras atribuciones que las referidas a su propia capacidad de síntesis interpretativa. La agudeza del análisis se corresponde perfectamente con la objetividad de los materiales manejados. Ehrenburg es, sin duda, un viajero que no ha podido —ni querido— evitar la emocionada intrepidez de sus propios descubrimientos, pero que también ha logrado ofrecer una imagen pormenorizada y crítica de algunos de los más característicos perfiles de la sociedad española durante el ciclo crucial de la II República.


I


«¡ARRE, BURRO!»


Peñascos, un páramo rojizo, míseras aldehuelas separadas unas de otras por crestas severas, caminos angostos que acaban en senderos... Ni bosques, ni agua. ¿Cómo pudo este país gobernar durante varios siglos una cuarta parte de la tierra, llenando a Europa y América con la furia de sus conquistadores y las alucinaciones sombrías de sus fanáticos? Una enorme meseta despoblada, barrida por los vientos. Soledad de una página en blanco. Sólo en las estrechas laderas que bajan hacia el mar, inscribió la naturaleza los verdes pastos de Galicia y las huertas de Valencia. El país con que los oriundos del Norte sueñan como con un paraíso perdido es, visto de cerca, un país inhóspito y cruel. Su belleza es deliberadamente trágica, y la más simple delectación se convierte aquí en un crimen histórico.

La gente ávida e inquieta hace tiempo que abandonó España. De su vida de antaño sólo conservan el idioma, ese idioma de Castilla en que dialogan ahora los reyes del bismuto y del nitrato, los petroleros de Venezuela, los explotadores de Colombia, los presidentes bufos, los opulentos tratantes de blancas...

Los que se quedaron aman a esta tierra con un cariño terco y majestuoso.

Los campesinos de Galicia, enloquecidos por el hambre, se hacinan en las bodegas de los grandes transatlánticos, pero, tarde o temprano, irremisiblemente acaban siempre por volver de la ruidosa y agitada América. Allí comían carne y presumían de zapatos amarillos, pero, ¡qué se le va a hacer! Vuelven a sus aldeitas perdidas, a las largas noches sin luz, a los largos años sin fiestas, años enteros de ayuno... Del Nuevo Mundo no traen ni cariños ni ahorros. Su vida está recluída aquí, en esta tierra triste, soñolienta. Aquella vida no era más que jornalería, vanidad, mentira...

Pero, ¿dónde no vive aquí la gente? Encaramada en la cima de los montes, entre vientos y tempestades, tiembla una cabaña mísera. Un débil calor humano lucha con el crudo invierno de León. En Almería, en Lorca, pasan a veces años enteros sin llover. Una tierra sórdida, resquebrajada; una niebla parduzca; un calor asfixiante, hambre...; pero entre las quebraduras de la tierra —¿quién sabrá para qué?— se guarece la gente, esperando, esperando la lluvia. En Guádix, la gente no mora en casas, sino en cuevas. Parecen reminiscencias atávicas de otra época; pero, ¡quiá!, no es más que una ciudad de provincia corriente, silenciosa, miserable, donde las cuevas son una prolongación de las casas. Los moradores de estas cuevas tienen que pagar un alquiler mensual a los «caseros». En los valles de las Hurdes, la tierra no produce nada. Es una región maldita, manifiestamente maldita. Estuvo totalmente aislada del resto de España durante siglos. Recientemente construyeron por allí una carretera. Los hurdanos ya pueden escaparse de la tierra maldita. Pero no, no se marchan. ¡Cómo se pega a su tierra el hombre en España! ¡Qué difícil es de «descorchar»!

Sí, desde luego, en Valencia brillan las famosas naranjas con sus reflejos de oro; en Alicante maduran los dátiles; hermosos son los proverbiales jardines de Aranjuez; académicamente respetables las cepas jerezanas. Pero todo esto no son más que viñetas, no son más que los alrededores ricos de una gran ciudad pordiosera.

Montes, desfiladeros, peñas, un camino desierto. De pronto, sobre el camino se proyecta una sombra difusa. Un campesino montado sobre un burro. No conozco nada tan severo, tan majestuoso como el paisaje de Castilla. A su lado, hasta el Cáucaso parece algo construido, acabado. Castilla es la naturaleza en construcción. Se ven asomar las vigas, las piedras están desparramadas. Aquí el mundo no está todavía acabado. Sólo se adivina la intención ambiciosa del arquitecto. La vivienda humana, rara e incomprensible, penetra en la tierra. Se esconde, como una alimaña, de las miradas indiscretas. Es del color de los pedruscos. Asustadiza, se recuesta contra ellos. Aquí no se ve por ninguna parte al llamado «rey de la naturaleza». En las peñas reina el caos. Todo es aquí gris, amarillento, sulfuroso, a veces rojizo.

El aldeano, a horcajadas sobre su burro, salió de casa por la mañana temprano. De los hombros le cuelga una manta peluda. Por los desfiladeros le acecha un viento helado que se le echará encima de un momento a otro. Ya está al caer la noche. Cautelosamente van agarrándose al camino las pacientes pezuñas del burro. Tiene las patitas delgadas, pero hechas a distancias increíbles. La cuadra está lejos. El frío arrecia. El hombre dice: «¡Arre, burro!» Parece un vibrante y recio grito guerrero. Las erres retumban. Pero no, no es un clamor, ni una orden. El burro avanza dócilmente. El hombre se siente huérfano y aburrido en este desierto. Anda una hora, dos, tres, anda todo el día, y charla con el burro. El hombre tiene que hablar con alguien. Larga y tenazmente repite: «¡Arre, burro!» El burro no le contesta. Sólo responden sus patitas, trepando rápida y afanosamente. ¡Vaya frío! El hombre desdobla su manta y se emboza en ella como en una mortaja. Se ha hecho de noche. Sólo se divisa la silueta, una sombra estrambótica, encapuchada, sobre un borrico. En el silencio de las montañas, siempre la misma cantinela: «¡Arre, burro!» Es como una interrogación al destino —al del burro, al suyo propio y, acaso, ¡quién sabe!, al destino de toda España.

La aparición de Madrid es de un mal efecto teatral. ¿De dónde han salido estos rascacielos en pleno desierto? Aquí no hay ni la majestuosa incongruencia de la remota capital del Norte, que ha llenado tantos tomos de literatura rusa. No hay más que incongruencia. En medio del desierto están sentados unos señoritos elegantes. Sorbiendo un vermut, discuten sobre quién habló mejor en la sesión de las Cortes de ayer: don Niceto o don Alejandro. Les rodean la noche y los peñascos por donde trepan las sombras, y como un ritornelo resuena el «¡Arre, burro!»

Trad.: N. LEBEDOFI

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