Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (2)

II


EL RASCACIELOS Y SUS ALREDEDORES


La Gran Vía madrileña en 1931
Los españoles gustan de asegurar que en su país pueden verse distintas épocas, sedimentadas como en estratos y sin borrarse unas a otras. Para un historiador de arte, puede que eso sea cierto. En cambio, el viajero que se interese no sólo por las catedrales, sino también por la existencia de los seres vivos, se encuentra con un caos, con un maremágnum, con una verdadera exhibición de contradicciones. Una magnífica calzada, por donde corre un «Hispano-Suiza» —el más lujoso automóvil de Europa, sueño de las «entretenidas» de París, se fabrica en España. Al encuentro del «Hispano» avanza un burro. Sobre el burro va sentada una campesina tocada con un pañuelito. El burro no es suyo. A ella sólo le pertenece una cuarta parte del burro: su dote. El burro es propiedad de cuatro familias y hoy le toca el turno a ella. A ambos lados de la carretera, se extiende una tierra flácida. Una moza arrastra por ella un arado de madera. El turista podría creer que se trata de una escena improvisada para una película, de una reconstrucción arqueológica, pero el flamante caballero, recostado en su «Hispano», no se digna siquiera honrar a la moza con una mirada. El sabe que aquello es un espectáculo cotidiano.

El señorito ha descansado en San Sebastián. En San Sebastián hay hermosas actrices de París y se juega al baccará. ¡Ya es hora de volver al trabajo! Esta mañana, las acciones de los Saltos del Alberche se cotizaron a 76...

¡Ya estamos en Madrid! Gran Vía. Rascacielos. Nueva York. Edificios comerciales de unos quince pisos cada uno. En los tejados, estatuas doradas, atletas desnudos, caballos encabritados. Letras eléctricas relampaguean en las fachadas. Unos tableros, intensamente iluminados, rezan: «Río de la Plata, 96.» «Altos Hornos, 87.» Debajo de los tableros pulula la fauna de Madrid. Todos los cojos, ciegos, mancos, paralíticos, esperpentos de España. Los que no tienen más que una mano, se pasan las horas muertas con la palma abierta. Los mancos tienden la pierna, los ciegos gimotean, los mudos se contorsionan. A veces, en lugar de la cara asoma la calavera. Entre los andrajos abiertos exhiben su mercancía al desnudo: úlceras, costras, carne podrida... Y allá, en lo alto, unos atletas de granito refrenan gallardamente a unos potros de bronce.

La Gran Vía es alegre y bulliciosa. Centenares de vendedores de periódicos vocean los títulos, altamente poéticos, de su mercancía: La Libertad, El Sol. Las plumas avanzadas escriben en la Prensa sobre la filosofía de Keyserling y la poesía de Valery, sobre la crisis americana, sobre las películas soviéticas. ¿Quién sabe cuántos analfabetos hay entre estos vendedores? ¿Cuántos semianalfabetos entre este brillante público que desfila? Todos los hombres van muy bien vestidos. No hay quien lo niegue. ¡Qué pañuelos! ¡Qué zapatos! En ninguna parte he visto hombres tan acicalados. He de añadir, sin embargo, que tampoco he visto en ninguna parte tantos niños descalzos como en España. En las aldeas de Castilla y de Extremadura, los niños andan descalzos con el frío y con la lluvia. Pero en la Gran Vía, no; en la Gran Vía no hay descalzos. La Gran Vía es Nueva York. Es una avenida amplia y larga; sin embargo, a diestra y siniestra se abren unas rendijas sórdidas cuajadas de patios oscuros, donde resuenan los maullidos estridentes de los gatos y de las criaturas.

No hay villa ni villorrio de España donde no haya un ejército entero de limpiabotas. El brillo de los zapatos de los españoles es algo indescriptible. En cambio, no abundan los baños. Y no por amor a la porquería, no; pues los españoles son un pueblo limpio. Es sólo por desidia. Los hábitos antiguos se han relajado y los nuevos no se han impuesto todavía. Algunos aprovechados han conseguido levantar aquí, no sabe uno para qué, una docena de rascacielos; pero en las vulgares casas de vecindad no hay baños. A nadie se le ocurrió pensar en esto.

En la Guía de Ferrocarriles asombra la superabundancia de categorías de trenes: hay, además del rápido, el «exprés», el tren «de lujo» y de «superlujo». En cambio, el viaje de Granada a Murcia resulta complicadísimo. Sólo circula un tren diario. El recorrido dura quince horas. Y el tren no es, precisamente, «superlujoso». Unos vagoncillos oscuros a punto de desencajarse. Badajoz y Cáceres, las dos capitales de Extremadura, separadas por una distancia de 100 kilómetros: un tren diario, ocho horas de viaje.

Cerca de Zamora se está construyendo la central eléctrica de los Saltos del Duero. Será la central más potente de Europa. En las orillas rocosas del Duero brotó una ciudad americana: dólares, ingenieros alemanes, Guardia Civil, huelgas, planos, números, millón y medio de metros cúbicos de energía para exportar, emisión de nuevas acciones, llamas, estruendos, fábricas de cemento, puentes maravillosos. ¡No es el siglo XX, es el siglo XXI! A menos de 100 kilómetros de esta central eléctrica, no es difícil encontrar pueblos donde la gente no sólo no ha visto nunca una bombilla eléctrica, sino que ni siquiera tiene idea de lo que es un barco de vapor. Vegetan en una atmósfera tan arcaica, que allí se olvida uno completamente del curso del tiempo.

No hay ciudad sin su oficina oficial de Turismo. De las paredes cuelgan polícromos carteles; en los armarios se guardan carpetas repletas de prospectos; los guías visten vistosos uniformes con banderitas. «Tenemos hoteles magníficos, un clima admirable, poseemos riquezas artísticas sin igual.» Todo el mundo sabe que España es el país del arte. Aquí, cada casa es un museo. Al enseñar a los turistas las viejas iglesias, los guías no se contentan con despertar el entusiasmo estético del visitante. Saben tocar también la fibra de un cervecero de Nuremberg o de un tendero de Burdeos. «Miren esta custodia. Piedras preciosas de verdad. Un millón de pesetas...» Los vasos de oro de la catedral de Burgos valen millón y medio de pesetas. La Virgen de Valencia se alhaja con collares y otras chucherías por valor de dos millones exactamente. Los turistas suspiran piadosamente. En Zamora, enseñan a los turistas una capilla románica. Está rodeada de patios y otras construcciones. Para llegar hasta ella hay que atravesar por un gran asilo de niños. Es la hora de la comida. Unos doscientos niños. El asilo está regentado por monjas. Al ver a los «señores», los niños, asustados, se ponen de pie. Son hijos de la miseria. Algunos son, además, hijos de los curas de aldea, que consolaron prolijamente a sus desgraciadas amas. Los niños van vestidos con unos sayales toscos y andrajosos. De una especie de palanganitas oxidadas cogen con cucharas el rancho, agua caliente con unas cuantas habas nadando. Si uno de los turistas, por acaso, se indigna, el guía explica: «Un país pobre... No hay medios... Por aquí, señores... A la derecha...» La estatua de la Virgen. Un cofrecito recamado de esmeraldas. Una colección de tapices que valen 400.000 pesetas...

En las Cortes, se discute el tema del divorcio. Radicales y socialistas se esfuerzan por eclipsarse mutuamente con sus atrevidos discursos. Sobre los pupitres de los diputados se ve la legislación soviética sobre el matrimonio. Los oradores citan a Wells e incluso a Marx. En casa esperan a los audaces diputados sus legítimas esposas. Siguen, como antaño, dócilmente preñadas, trajinando todo el día con la prole. Se pasan el día entero en el harén, igual que antes. Los maridos citan delante de ellas a Marx. Entre dos sesiones nocturnas, los maridos cumplen de prisa con sus deberes conyugales y luego se van al café a impresionar a sus nada tímidos contertulios con la osadía extraordinaria de sus ideas.

En Badajoz, cuando entra en el casino una señora, todos los venerables parroquianos se levantan. Es un pueblo de caballeros. De vez en cuando, en Badajoz, como en otras ciudades de España, los «caballeros» pegan a sus esposas. La galantería y las palizas son homenajes tradicionales del «caballero».

En España, no hay que fiarse nunca de los anuncios. «Librería Religiosa»: os asomáis al escaparate y veis a Lenin, a la Kolontay, El diario de Kostia Riabzev. ¿Una cooperativa socialista? Pues detrás de la luna se exponen unas estatuitas de yeso: Santa Teresa, corderitos pascuales...

En la aldea de Sanabria. Es el día de Difuntos. La muchedumbre, aterida, se pasa las horas muertas en la calle. Velas, preces. La Edad Media. Después de saciarse rezando, el arriero monta sobre su burro. El burro se resiste. Entonces, el rezador grita: «¡Me estornudo en la Virgen María!» (Bueno, no es precisamente un «estornudo», pero la reproducción exacta de la palabra no me parece muy conveniente.) Este arriero no parece tener una gran fe en la resurrección de los muertos. En cambio, está muy seguro de que, insultando bien a la Virgen, el burro andará derecho.

En Sevilla, durante las procesiones de Semana Santa, rara es la vez en que los piadosos feligreses no arman gresca. ¿Qué Virgen es la mejor? «¡Mi Virgen es la verdadera Madre de Dios! ¡La tuya no es más que una p...!», se lanzan unos a otros a la cara. En el pasado mayo, los españoles prendieron fuego alegremente a unas cuantas docenas de iglesias. Pero quedan centenares de miles sin quemar. El viernes, Pedro González iba con los que incendiaron la iglesia de Santo Domingo; pero el domingo —no sé si por costumbre o por aburrimiento— se fue a oír misa a la iglesia, todavía intacta, de San Benito.

Conozco a un pintor español. Su arte ha provocado una verdadera revolución. Su nombre es tan respetado por los futuristas de Moscú como por los coleccionistas de Filadelfia. Es hombre no sólo de gran talento, sino indiscutiblemente valiente. Sin embargo, basta pronunciar en su presencia la palabra «culebra», para que en seguida, a hurtadillas, sin que le vea su interlocutor, empiece a menear dos dedos por debajo de la mesa. Un profesor de psicología que hizo un viaje a Moscú, siente un miedo mortal ante los tuertos. Dice que atraen la desgracia...

En España abundan los intelectuales avanzados. Están enterados de todo. Han leído el programa de la asamblea de Kharkov. Conocen a los «populistas» de París y la última película de Eisenstein. Lo único que no conocen es su propio país. No se dan cuenta de que no es el surrealismo, ni la literatura proletaria, ni las modas parisienses lo que tienen delante, sino un desierto sombrío y salvaje, pueblos donde los campesinos hambrientos roban las bellotas, comarcas enteras pobladas de degenerados, tifus, malaria, noches sin luz, fusilamientos, cárceles parecidas a las antiguas mazmorras. Toda la tragedia de un pueblo paciente, pero doblemente amenazador en su paciencia.

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