Ilya Ehrenburg - España, República de Trabajadores (6)

VI


REPÚBLICA DE TRABAJADORES


Aldea abulense en 1932
La combinación de rosa y gris siempre nos conmueve. Acaso no sea más que un capricho del ojo. Acaso una interpretación subconsciente de lo que llamamos «vida». El lago es ahora de un gris pálido, los montes de un rosa tierno. Esta región parece creada para las expansiones líricas. Aquí, la lengua española, viril y dura, se reblandece. Aquí puede hablarse de amor, sin espantar a los pájaros y al silencio con las ásperas consonantes. Aquí, las mozas cantan fados tristes y suaves. Más allá de aquella montaña, es ya Galicia, con su verdor lavado por las lluvias y sus pastores predispuestos a la poesía. Las orillas del lago están silenciosas y deshabitadas. La vista distingue, con alguna dificultad, algunas cabañas sobre los collados. En el lago pululan peces, sobre el lago revolotean pájaros. Así solían pintar el paraíso los primeros renacentistas. Sólo faltan las rizadas ovejas y los justos. No cabe duda, aquí la gente tiene que ser feliz. Por aquí pasó Unamuno. Escribió unas estrofas inspiradas. El camino llega hasta el lago. Una posada, tortilla y truchas del lago. Un álbum para los visitantes. Una cosa intermedia entre un balneario y el edén.

La carretera transitable no pasa de aquí. Una senda, un burro. Dos aldeas: San Martín de Castañeda y Rivadelago. Nadie va hasta ellas. ¿Para qué van a ir? Allí no hay nada que comprar, ni nada que vender. Un rincón pintoresco nada más, y la miseria maldita. Y, en España, ni una cosa ni otra son excepcionales.

Sin embargo, San Martín puede vanagloriarse de sus bellezas artísticas. Entre las míseras cabañas se levantan las ruinas de un convento. Columnas románicas... Un nicho... Un ventanal... Hace cien años que los sabios monjes abandonaron el convento. Se dieron cuenta de que el hombre no puede vivir sólo de lo bello y se trasladaron a lugares menos poéticos pero más lucrativos. Los aldeanos no se marcharon. Los aldeanos se quedaron al lado de las ruinas románicas. Pero el monasterio no dejó solamente el rastro de las piedras inofensivas. Dejó también la vieja maldición: el foro. Antiguamente los aldeanos pagaban todos los años un tributo al convento. Los frailes, al mudarse, vendieron este derecho a un señor completamente mundano. Ni más ni menos que como se venden los muebles en una mudanza. Los frailes vendieron el foro, es decir, el derecho a desvalijar anualmente a los aldeanos. Esto sucedía en el año 1845. Han pasado casi cien años. Muy lejos de aquí, en Madrid, se sucedieron los Gobiernos y cambiaron los colores de la bandera. Vino la Primera República. Subieron al Poder los liberales; tras ellos, los conservadores. En las elecciones, salían triunfantes los distintos partidos. Algunos osados tiraban bombas. Algunos valientes se sometían al suplicio de la horca. El rey distribuía concesiones a los americanos. El rey hacía viajes a San Sebastián, el rey se divertía... Luego, destronaron al rey. El señor Alcalá Zamora pasó unos días en la cárcel. El señor Alcalá Zamora se instaló en el Palacio de Oriente. Pero todo esto pasaba muy lejos de aquí, en Madrid. Para venir de Madrid hasta aquí, hay que montar primero en un rápido hasta Medina del Campo; luego, en un correo hasta Zamora; luego, en autobús hasta Puebla de Sanabria; luego, en coche de mulas hasta el lago; en burro, si es que lo hay... ¡Qué lejos está Madrid de esta aldeita! Aquí no ha cambiado nada. El agua del lago sigue poniéndose gris y las montañas de color de rosa, igual que antes, en los atardeceres. Las mozas siguen cantando canciones tristes igual que antes, e igual que antes los aldeanos mandan todos los años a un caballero desconocido, a un fantasma, el foro, o hablando más claramente: dos mil quinientas pesetas.

Los aldeanos tienen muy poca tierra: un puñado de tierra, que no es siquiera tierra, sino «tierriña». ¿Qué sacarán de ella? Trescientos treinta habitantes tiene la aldea. Como en todas las aldeas, un sinfín de críos. Aquí, la miseria engendra con la terquedad de los fatalistas resignados. Niños hambrientos. En vez de casas, establos negros, ahumados. Se resiste uno a creer que la gente pueda vivir así toda la vida. ¿Serán fugitivos, víctimas de un incendio? No; son sencillamente españoles contribuyentes. Jamás viene nadie en su socorro. Y año tras año, tienen que entregar a un caballero lejano y desconocido todo lo que consiguen arrancarle a la tierra avara: dos mil quinientas pesetas. ¡Quinientos duros! Quinientos duros para el caballero fantasmal que heredó de su padre, además de otros bienes, el derecho a seguir cobrando el antiguo foro. El afortunado caballero es abogado. Posee una hermosa casa en la aldea, al lado del convento. No tiene muchos clientes, pero los aldeanos han de pagarle anualmente sus quinientos duros, no porque él los necesite, sino porque conoce bien las leyes y sus derechos...

A los ricos no les sobra jamás el dinero. Todos los años reciben los aldeanos el aviso correspondiente. Mandan el dinero. El señor firma el recibo.

En el mes de abril de 1931, los amantes de la libertad proclamaron en Madrid la República. Y no contentos con esto, declararon en la Constitución que España es una «República de trabajadores». Claro está que, para evitar malas interpretaciones, se apresuraron a aclarar: «Una República de trabajadores de todas clases.» En 1931, lo mismo que en los años anteriores, los campesinos de San Martín pagaron al señor las dos mil quinientas pesetas. Trabajaron todo el año hurgando la tierra estéril. También el señor trabajó lo suyo: al llegar la fecha, se pasó el aviso y firmó el recibo.

Al otro lado del lago está la segunda aldea: Rivadelago. Aquí, los aldeanos no tienen que pagar el foro, pero no por ello pasan menos hambre. Aquí, hay todavía menos tierra. Unos diminutos sembrados de patatas, que tal parecen huertos de juguete. Los moradores de estas aldeas comen patatas y habas. Procuran comer con medida, para no excederse. Cabañas como gallineros, barracones oscuros sin ventanas. Rara vez encienden los candiles. El aceite resultaría demasiado caro. En cada guarida de éstas viven seis, ocho, diez personas. Enfermos, ancianos, niños; todos revueltos. Antes había una escuela. Luego trasladaron al maestro y se olvidaron de mandar otro. Y no notan su falta, pues es difícil tener ganas de estudiar con el estómago vacío.

En toda la aldea no hay más que una casa con chimenea, ventanas y hasta visillos en las ventanas. En esta casa vive el administrador de la señora de V... Sobre esta señora se podrían componer versos. Antaño, el poeta le hubiese cantado: «¡Hermosa eres, poderosa y rica...!» Yo no sé si la señora de V... es hermosa. Sólo sé que es poderosa y rica. Es propietaria de varias casas de la Gran Vía de Madrid. También le pertenecen las aguas del lago de San Martín de Castañeda. Estas aguas, suavemente plateadas, que despiertan los sentimientos liricos y que, además, son ricas en pescado. La tierra no es de la señora de V... A ella sólo le pertenece el agua. Cuando el agua sube de nivel crecen sus dominios. Es un rompecabezas jurídico complicadísimo. Pero el abogado, que es casualmente el mismo caballero a quien los aldeanos del pueblo vecino pagan el foro, sabe desenredar muy listamente estas sutilezas. A la señora de V... le pertenece el agua con todos sus peces. El pescado del lago es excelente: magníficas truchas. Pero la señora de V... no puede hacer nada con estas truchas. Los portes hasta Madrid son demasiado caros. Y la señora de V... puede pasarse perfectamente sin este pescado, pues un solo piso estas sutilezas. A la señora de V... le pertenece el agua con todos este poético lago.

El administrador de la señor V... pesca las truchas. A veces, las vende en Zamora o en los pueblos de los alrededores. Vende las truchas al abogado. Las que puede se las come él mismo. Pero en el lago hay mucho pescado y los peces pueden pasearse a sus anchas, sin temor a nadie. El administrador del lago se construyó un precioso hotelito. Se convirtió en el cacique del pueblo. Fue hasta alcalde. Vive espléndidamente. Sus derechos están defendidos por los guardas. Los guardas tienen escopetas. Si un aldeano, muerto de hambre, se atreve a pescar de noche, le amenaza con una multa o con la cárcel. En España, a veces, saben hacer cumplir las leyes. Los aldeanos hambrientos pueden contemplar el lago, admirar las truchas azuladas y asalmonadas, admirarlas y conmoverse. Así pintaban el infierno los pintores de la primera época del Renacimiento. No falta detalle. Los pescadores se retuercen hambrientos y desesperados, mientras el diablo está sentado plácidamente en su casita, detrás de los visillos.

Esta mañana llegó a la aldea un médico de Zamora. Es un hombre bueno y candoroso. Asiste gratuitamente a los aldeanos y hasta les ayuda de su bolsillo con cuanto puede. Antes, hacía propaganda aquí para la República. Creía firmemente que la República no se limitaría a trasladar al señor Alcalá Zamora de la cárcel al Palacio Real, sino que daría también de comer a los campesinos de Rivadelago. Un mujer alta, rodeada de críos, le para en la calle. Tiene el rostro afilado por el hambre y los sufrimientos.

—¿Cómo es, don Francisco —le pregunta la mujeruca al médico—, que la República no ha llegado todavía hasta nosotros?

La ironía española es siempre seria. La ironía literaria del Arcipreste de Hita, de Cervantes, no se diferencia gran cosa de la ironía de cualquier aldeano.

Don Francisco calla. Después de todo, ¿qué va a contestar? ¿Que la República es muy comodona? ¿Que le asusta el viaje en burro? ¿O confesar que hace tiempo que la República llegó a estos lugares, pero que se detuvo en casa del administrador de la señora de V..., que tutea al abogado de Sanabria, que entiende mucho de foros y de truchas y que no es sólo una República, una República como otra cualquiera, sino una República de trabajadores...?

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